Las amapolas no huelen.
Eso dicen los que saben, que son inodoras, como el viento.
Y se supone que nos lo tenemos que creer, solo porque son los que "saben".
Pues bien, yo me niego a ello.
La experiencia me dice que el viento sí huele, igual que el sol.
Porque el sol huele.
Ha dejado de moverme el hecho de querer llegar a alguna parte. Ya estoy donde quiero estar. No necesito ir a otro lugar. Aquí la brisa me devuelve aromas de ti. Aquí el sol se queda impregnado en la piel. Aquí está todo lo que quiero llegar a ser. Solo una más.
Solo una más... una más de los que digan NO cuando en realidad quieran decir SI. Una de los que digan SI cuando quieran decir NO. Y creer que es lo que quiero, cuando en realidad es lo que me imponen.
Conformismo.
Me absorbe la necesidad de salir de mí, y de mi pecera. Esa pecera cuadrada que me han impuesto y que he aceptado sin apenas darme cuenta.
¿Cuándo comencé a ser como ellos?
Me dejé llevar demasiado por las pulsiones que palpitan en mí, y no hice caso a la razón, que suele ser la mejor consejera en asuntos del corazón.
Fría y calculadora.
Simétrica.
Completamente obsoleta.
Y moriré empeñada en ser diferente, en gesticular diferente, en parecer diferente, en pensar diferente, en vestir diferente, en hablar diferente, en sentir diferente, en vivir diferente, en mirar diferente, en escribir diferente, en querer diferente, en morir diferente... diferente. Diferente a todo lo demás. Diferente a lo conocido, a lo que está por conocer, a lo prohibido y a lo aceptado, a lo experimentado, a lo real, a lo necesario, a lo artificial, a lo pasajero, a lo propuesto, a lo inimaginado... Diferente al mundo que dice que las amapolas no huelen.
Porque las amapolas sí huelen, el problema es que no todos podemos percibir su sutil y embriagador aroma.
El conformismo nos ahoga.